CATECISMO DE LA IGLESIA CATOLICA
Cristo, el médico
1503. La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase (Cf. Mt 4,24) son un signo maravilloso de que "Dios ha visitado a su pueblo" (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados (Cf. Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan (Mc 2,17). Su compasión hacia todos los que sufren llega hasta identificarse con ellos: "Estuve enfermo y me visitasteis" (Mt 25,36). Su amor de predilección para con los enfermos no ha cesado, a lo largo de los siglos, de suscitar la atención muy particular de los cristianos hacia todos los que sufren en su cuerpo y en su alma. Esta atención dio origen a infatigables esfuerzos por aliviar a los que sufren.
1504. A menudo Jesús pide a los enfermos que crean (Cf. Mc 5,34.36; 9,23). Se sirve de signos para curar: saliva e imposición de manos (Cf. Mc 7,32-36; 8, 22-25), barro y ablución (Cf. Jn 9,6s). Los enfermos tratan de tocarlo (Cf. Mc 1,41; 3,10; 6,56) "pues salía de él una fuerza que los curaba a todos" (Lc 6,19). Así, en los sacramentos, Cristo continúa "tocándonos" para sanarnos.
1505. Conmovido por tantos sufrimientos, Cristo no sólo se deja tocar por los enfermos, sino que hace suyas sus miserias: "Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades" (Mt 8,17; Cf. Is 53,4). No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una curación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal (Cf. Is 53,4-6) y quitó el "pecado del mundo" (Jn 1,29), del que la enfermedad no es sino una consecuencia. Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con él y nos une a su pasión redentora.
2616. La oración a Jesús ya ha sido escuchada por él durante su ministerio, a través de los signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso: Cf. Mc 1, 40-41; Jairo: Cf. Mc 5, 36; la cananea: Cf. Mc 7, 29; el buen ladrón: Cf. Lc 23, 39-43), o en silencio (los portadores del paralítico: Cf. Mc 2, 5; la hemorroísa que toca su vestido: Cf. Mc 5, 28; las lágrimas y el perfume de la pecadora: Cf. Lc 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: "¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!" (Mt 9, 27) o "¡Hijo de David, ten compasión de mí!" (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: "¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!" Curando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria que le suplica con fe: "Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!".
San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: "Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis" ("Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a El dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en El nuestras voces; y la voz de El, en nosotros", Sal 85, 1; Cf. IGLH 7).
Los signos del Reino de Dios
543. Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (Cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (Cf. Mt 8, 11; 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:
La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).
544. El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para "anunciar la Buena Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; Cf. 7, 22). Los declara bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3); a los "pequeños" es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (Cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (Cf. Mc 2, 23-26; Mt 21,18), la sed (Cf. Jn 4,6-7; 19,28) y la privación (Cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (Cf. Mt 25, 31-46).
545. Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; Cf. 1 Tim 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (Cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta" (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).
546. Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (Cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino (Cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (Cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (Cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (Cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (Cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los cielos" (Mt 13, 11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (Cf. Mt 13, 10-15).
547. Jesús acompaña sus palabras con numerosos "milagros, prodigios y signos" (Hch 2, 22) que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado (Cf., Lc 7, 18-23).
548. Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre le ha enviado (Cf. Jn 5, 36; 10, 25). Invitan a creer en Jesús (Cf. Jn 10, 38). Concede lo que le piden a los que acuden a él con fe (Cf. Mc 5, 25-34; 10, 52; etc.). Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Aquél que hace las obras de su Padre: éstas testimonian que él es Hijo de Dios (Cf. Jn 10, 31-38). Pero también pueden ser "ocasión de escándalo" (Mt 11, 6). No pretenden satisfacer la curiosidad ni los deseos mágicos. A pesar de tan evidentes milagros, Jesús es rechazado por algunos (Cf. Jn 11, 47-48); incluso se le acusa de obrar movido por los demonios (Cf. Mc 3, 22).
549. Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (Cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (Cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (Cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (Cf. LC 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (Cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.
550. La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (Cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (Cf. Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: "Regnavit a ligno Deus" ("Dios reinó desde el madero de la Cruz", himno "Vexilla Regis").
1151. Signos asumidos por Cristo. En su predicación, el Señor Jesús se sirve con frecuencia de los signos de la Creación para dar a conocer los misterios el Reino de Dios (Cf. Lc 8,10). Realiza sus curaciones o subraya su predicación por medio de signos materiales o gestos simbólicos (Cf. Jn 9,6; Mc 7,33-35; 8,22-25). Da un sentido nuevo a los hechos y a los signos de la Antigua Alianza, sobre todo al Éxodo y a la Pascua (Cf. Lc 9,31; 22,7-20), porque él mismo es el sentido de todos esos signos.
La acción de gracias
224. Es vivir en acción de gracias: Si Dios es el Único, todo lo que somos y todo lo que poseemos vienen de él: "¿Qué tienes que no hayas recibido?" (1 Co 4,7). "¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?" (Sal 116,12).
2637. La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza.
2638. Al igual que en la oración de petición, todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias. Las cartas de San Pablo comienzan y terminan frecuentemente con una acción de gracias, y el Señor Jesús siempre está presente en ella.
"En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros" (1 Ts 5, 18). "Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias" (Col 4, 2).
El sentido cristiano de la muerte
1010. Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1, 21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él" (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor:
Para mí es mejor morir en ("eis") Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a Él, que ha muerto por nosotros; lo quiero a Él, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima... Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre (San Ignacio de Antioquía, Rom. 6, 1-2).